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Un Jardín de altura

Primer ingreso: Domingo 25 de marzo de 2012


Un Jardín de altura 


por Fernando Aliaga 


Lo que hicimos o dejamos de hacer; lo que supimos o simplemente ignoramos en esa eterna aventura por hallar un camino no siempre compatible con la satisfacción de una necesidad y el modo de colmarlo, será siempre el ítem abstracto –sea pasado o sea todavía futuro–, en la propia biografía individual que solo el presente, y una verdadera dosis de repaso autocrítico cotidiano de nuestros hechos nos permitirá encontrarlo sin margen para el lamento y la espera de alguna otra oleada de probabilidades que traiga de vuelta a la oportunidad perdida.

Encontrar, sin embargo, el riel que desnude nuestras ansias más satisfechas, puede acarrear conflictos con el concepto humano más generalizado respecto de bienestar. La afición, que dista mucho de aquella bondad que pueda aflorar en el ser humano a través de la experiencia, la capacidad y aun el propio conocimiento cuando no va precedido de ese concepto tantas veces volátil que conocemos como vocación, puede ser la unidad de medición más acertada y sincera, y aplicada con la debida oportunidad, una forma de no hallar contradicción tardía entre el deber y el cumplir por un lado, y la complacencia y el disfrute por otro.

Como el tirar de la pepa al tacho; lanzarla simplemente al azar sobre un terreno visualmente fértil; o depositarla diligentemente en un muy bien drenado recipiente conteniendo tierra, nutrientes y humedad. Todas en mayor o menor medida denotan –al menos en la intención–, un carácter de deber y cumplimiento como conceptos pre-establecidos, aunque, si bien por el grado de definición son los dos extremos actitudes que bien podríamos denominar “juiciosas”, es sin embargo aquella actitud azarosa, de buscar la probabilidad o la improbabilidad en un hecho indefinido, la que tendrá mayores posibilidades de descubrir entre sus surcos todavía imaginarios, la verdadera definición de una vocación todavía en el albor de su determinación, y por ende de la afición, que en términos del lenguaje vendría a ser algo así como, la aceptación la palabra en el común léxico de las gentes, aunque no necesariamente con su uso totalmente adecuado y correcto. 



Como la propia palabra, sin embargo, una cosa es descubrir el sendero todavía imaginado entre la hierba crecida, y otra convertirla en silueta con un sesgo de destino dibujado en el panorama, “la palabra bien hablada”. La imagen que ven a continuación, a estas alturas ya en plena consolidación del último peldaño de su ciclo vegetativo –el de la producción–, grafica el ciclo evolutivo de la triada vocación-afición-talento; primero para descubrirla; seguidamente para hacerla constante en el tiempo; y finalmente para hallar formas creativas de afrontar los retos que todo hacer en crecimiento plantea de manera creciente, o simplemente de contrarrestarlos en caso sean estos perniciosos. 


El Lúcumo (Pouteria lucuma)


Con sus 9 años de vida a cuestas, esta planta de lúcumo es la 
representación arquetípica de un ecosistema ganado a la 
ausencia de condiciones y a la inviabilidad que todo proyecto 
aún no experimentado conlleva. Foto: Fernando Aliaga.

Ya en plena producción, este lúcumo de aproximadamente 9 años de vida, si bien incipiente por factores básicamente de ambientación y espacio –y clima, si consideramos que el adecuado está por encima de los 500 metros snm–, algo que necesariamente traerá consigo una serie de atrofias y menguas que poco tienen que ver con deficiencias en el manejo: esta vez con la dupla afición-talento en plena cúspide del acto retributivo de su relación simbiótica con la experiencia, difícil sería esperar otra cosa que no sea un grado de adaptación más consonante con las condiciones del cultivo, máxime, una vez involucrada y muy oportunamente esta última –la experiencia–, y algún aporte conceptual siempre oportuno. En un hábitat adecuado, sin embargo, libre de restricciones de espacio y de factores de productividad que las condiciones ambientales y climatológicas establecen, no hay duda, el resultado sería otro en cuanto a desarrollo estructural y capacidad de producción. 

Más, como pudiera creerse si se examinara el tema de forma literal, en el caso en particular que se pretende graficar, no es que el azar nos llevara a tan extravagantes confines de lanzar pepas sin que una mínima dosis de afición no modulara una pre-cultivada intención de verlas germinar algún día y hasta conocer la apariencia de la planta hasta entonces inimaginada, cuando fueran depositadas ambas semillas en un recipiente conteniendo un helecho adquirido entre los adornos navideños del año 2002. Prueba de ello es el otro grupo tugurizado de plantas nacidas juntas en otro recipiente, apenas con meses postreros de diferencia a los antedichos: la retama, el geranio y los dos limoneros, hoy frondosos arbustos en pleno uso de sus facultades reproductivas.

Un verdadero ejemplo de transmutación entre la vocación, afición y talento que hiciéramos hincapié de manera introductoria, no con tanta azarocidad como la que sugeriría un lanzar de pepas sin ningún propósito, o siquiera, pretensión especulativa previa, si, con esa especie de afición adormitada desde aquel dejar del pueblo y sus tierras pertinaces capaces de hacer germinar la semilla aun en la propia doblez del talón del pantalón del andante, y un descubrir de otras y nuevas afinidades sobre una capa incierta del cemento y el vidrio en el nuevo hábitat. Afición coartada por más de dos décadas que –teniendo en cuenta los mismos obstáculos que siempre implican la ausencia de tierra firme para el desarrollo horizontal–, con una amplia azotea desafiando esta vez a la geografía, al talento y al propio atrevimiento, tuviera en ambas aglutinaciones azaro-vegetativas al principal escollo para el no despertar de ese amor por las plantas también adormitado que, de manera abrupta, planteaba así la enorme necesidad de propagación no solo vegetativa, sino de ingenio, esta vez desde un punto de vista del hábitat; en el caso primero –los dos lúcumos–, con el riesgo que siempre trae consigo un tipo de raíz no del todo resistente a las manipulaciones que felizmente el enmarañado del helecho protegiera y facilitara su separación, y con ello, un despertar de una curiosidad por ir más allá de ver la planta crecer, sino y sobretodo, verla florecer y producir aunque sea de forma exigua.

Si bien la flora costeña planteaba una expectación y anhelo por un lado manifiesto en aquel descubrir de una “cepa” hasta entonces inexplorada en un clima hospedero de tantos y variados frutos; la añoranza de un pasado no muy lejano, sin embargo, representado en aquella retama que aunque sin la profusión floral del clima frío, vigorosa se erguía entre las otras tres plantas en apenas un recipiente vacío de pintura, planteo ese algo sublime que de pronto permutó y conflagró cuando la operación “bisturí” viera frutos de pronto en ocho individuos, si incluimos las dos crásulas, única especie perdurable desde principios de la década de los noventa. 

Dos frutos de lúcumo a punto de madurar. Foto: Fernando Aliaga.
Con tres floraciones a cuestas y dos de fructificación en curso, la planta de lúcumo en referencia, a la cual cariñosamente hoy llamo “El cono azul” debido al efecto logrado en una de las primeras y exiguas fotos tomadas a esta con filtro azul, años atrás en pleno invierno, es la sinonimia que verdaderamente le valiera al vivero ser denominado como el “Jardín inmortal”, porque entre todas las peripecias que de manera natural y/o artificial estuviera expuesto éste como todo sembrío, a sus agentes patógenos virales, fungosos, parasitarios chupadores y masticadores, y los propios quebradores, entre rastreros, artrópodos, cuadrúpedos y aun los propios bípedos que nunca faltan en la fauna exterminadora de seres eminentemente benéficos pero abiertamente indefensos ante la irracional acometida de la plaga, siempre salió adelante con sus verdes vivos y esa capacidad de regeneración que a diferencia humana si poseen las plantas en casi el 100 % de su estructura cuticular y leñosa. 

El agua


Nuevo ingreso: Miércoles 16 de mayo de 2012

Si de retos hemos de hablar cuando lo natural es planteado desde el punto de vista “artificial”, como es el caso del cultivo sobre tierra “portátil” y sus múltiples factores de adecuación –únicamente benigno cuando la tendencia por la preservación de la naturalidad es explícita–, sin dudas es el agua el que suscita la principal de las encrucijadas, máxime si son el factor climático y la situación geográfica las que contribuyen superlativamente en su escasa disponibilidad.

Sin embargo, y aquí es cuando interviene otra de las principales facultades de correlación de afinidades entre el ser humano y el cometido, si se tuviera verdaderamente al compromiso como un aval personal: la convicción. Aquella certidumbre que no escatima esfuerzos en satisfacer cada axioma planteado por el desafío, aun en el peor de los escenarios personales, público o privado. Así, prerrogativas como el convencimiento pleno del factor ambiental como componente esencial en la cadena de procedimientos para la adecuación de un ecosistema –en este caso, el doméstico–, hasta entonces apenas asomando miradas optativas en el escenario de nuestras prioridades, reforzarán de manera espontánea sus grados de responsabilidad individual, y se adherirán de manera genuina en su búsqueda por confrontar con eficiencia otros desafíos conexos al procedimiento como la escasez del recurso hídrico, o la simple baja de presión de las horas de mayor arraigo en el consumo. 

Nuestro mundo, pequeño y solitario, sea quizá en algún lugar del cosmos, aquel 
lugar tan anhelado de algún ser todavía inanimado a la espera de aquella suerte 
de serle concedido vivir. Foto: www.wincustomize,com
Nociones tan resistidas en el itinerario común de las gentes como el ahorro, el reciclado, o el propio cuidado en la prevención de fugas tan elementales en la utilización del recurso, ante el esquema planteado, dejarán repentinamente su papel estéril de cliché para asumir su rol predominante no solo como factor de conducta personal, sino como elemento de persuasión tan humano como es cualquier posibilidad de ahorro en la economía doméstica, dando forma así a un ciclo armónico que adoptará como centro gravitacional a ese ideal amplio –principio de protección, seguridad y orden planteado desde siempre–, como es el hogar, aunque esta vez desde un punto de vista más colectivo, que en vez de bermas, jardines o solitarios faroles nocturnos trasluciendo sus paisajes a través de la ventana, tengan en el universo a aquella solitaria mirada sin más moradas en el vecindario que el remoto ilusorio de nuestros deseos más inventados y más bienintencionados.

Si bien la incorporación de grados de exigencia a estándares preestablecidos en los hábitos de vida son de por sí de difícil sincronización entre sí, lo es aún más si hay un componente de irrealidad como ese irresponsable ¡Hay agua de sobra! que el propio estándar se ha ocupado de destacar como una forma de justificar la validez de su itinerario. Es por ello que se hace imprescindible el testimonio de un ente armonizador que justifique –esta vez desde el punto de vista de la disyuntiva a ser probada día a día–, la razón de su oposición al ímpetu que la corriente y el declive imprimen desde un esquema más instintivo que reflexivo y pone en entredicho a la razón fundamental de toda vida gregaria: pensar en función colectiva, que va más allá de la satisfacción de necesidades puramente humanas o solamente individuales.

¿Sabían que somos capaces de gastar 3 o más litros de agua en solo lavar una manzana en tanto, con la uñita y un chorro de agua no regulado adecuadamente, nos tomamos nuestro tiempo en sacarle los restos de sépalo y otras partículas adheridas al hoyito del pedúnculo? Ello, sumado a la limpieza de otras cinco frutas para un promedio familiar de seis miembros –lo que haría un total de dieciocho a veinte litros–, más allá de cuantías y aun de propias actitudes de conciencia al tratar de reducirlas, es verdaderamente agua desperdiciada una vez haya logrado traspasar los límites del lavabo para ir a perderse entre las aguas contaminadas de los albañales. Es entonces que el término recurso adopta auténtica coherencia.
Candelabro_3. Bonsái de Lúcumo que en sus 7 años
de existencia ha logrado adaptarse a condiciones
climáticas de calor y humedad extremos, y a una 
presencia de agua, felizmente equilibrada por el uso 
adecuado. Foto: Fernando Aliaga.

Alguien dirá con licitud, pero que haría yo con tanta agua si acaso la acumulara; no me sirve para beber; no tengo plantas, porque no me gustan o vivo en un condominio que apenas tiene espacio suficiente para la familia. Claro, saliéndonos un tanto del contexto, en el más inapelable de los escenarios, todavía quedaría adaptar esa agua al más elemental de los usos evacuadores propiamente dichos. Sin embargo y pese a todo pretexto –válido cuando hay un elemento considerativo de por medio–, hasta aquí ya habría un inmenso grado de rendimiento si tal actitud recayera en hogares que si tienen un pequeño jardín adonde dar algo de sosiego al uso del agua residual en su mantenimiento, que es el caso de la mayoría de las urbes asentadas fuera del ámbito de un centro histórico, cuya necesidad de crecimiento a estas alturas empeñada más en una progresión vertical que horizontal, ha capitulado el sentido paisajístico por el utilitario.

Pero aun así, quien no tiene o ha tenido en un área “verde” o berma central contigua a su vivienda, algún o algunos árboles “ajenos” languideciendo ante el sol abrazador, acaso olvidados por las autoridades, que bien pudieran ser o haber sido –si el caso fuera irreversible–, huéspedes de tamaña actitud de conmiseración biótica, y con su sola actitud que rayara en una frondosa evidencia ante la inerte desolación de los ejemplares vecinos, despertara también alguna sana envidia entre el vecindario y a partir de un acto de aversión y celo benigno, inflamara en un todo de conmiseración ambiental de impredecibles consecuencias.

Más, siendo realistas, pero no por ello menos ilusorios, hoy que la oleada verde del “Techo jardín” se extiende como un manto de mirada abstracta infringida en su propia esencia de irrealización, por todas las latitudes urbanas del planeta, ya no solo desde un fundamental sentido esporádico de interrelación humano-fitológico, de afinidad, proficiente o de simple nexo estético, sino como un acto de contravención masivo –aunque el peso mercantil sea a estas alturas inevitablemente parte importante, si tenemos en cuenta su esencialidad en la nueva sostenibilidad aplicada a la estructura medular del arraigo humano, a ser modificada desde el propio fundamento–, en nuestra realidad todavía lejana y escéptica de aquellas realidades progresionales que habrán de modificar profundamente los conceptos preestablecidos de supervivencia humana, sería un gran comienzo dar una mirada más horizontal –pero no por ello menos reflexiva–, también de nuestras todavía consideraciones abstractas de convivencia biológica, en el llano, sin descuidar esa visión elemental de la planta como factor disuasorio y de aislamiento ante el implacable arrecio del calentamiento global y su secuela de evaporación, mientras de paso también el propio concepto se robustece.

Así, suponiendo que una nueva concepción del ahorro hídrico deflagara de pronto en la sociedad ante la incursión de alguna forma imaginativa, manual-doméstica –o simplemente tecnológica–, de separar las aguas primarias de las infestadas por la grasa u otros agentes nocivos para la planta, antes de irse a perder por el sumidero, y no hubiera un uso inmediato y suficiente en el cual ser recicladas: en el extremo de la contradicción a la innumerabilidad y a la resignabilidad del pretexto, ya ni sería una extravagancia recurrir a la autoridad para que –también de una manera ingeniosa–, sea la encargada de recolectar esas aguas en su estado más primario de alteración en vasto proceso de acumulación e inutilización, y sirva para echar a andar algún plan de reforestación duradero de áreas supuestamente verdes pero que más allá de la corta temporada post eleccionaria, pronto se extenúan a falta de mantenimiento.

El agua no es pues solamente ese cuerpo cristalino bebible o absorbible susceptible de dar manutención orgánico-biológica unicamente. Es también humedad que equilibra y tempera la incidencia del calor sobre la vida propiamente dicha y sobre el sustrato que acoge a gran parte de ella, a cuya proliferación biótica la planta contribuye grandemente con su sombra. Imaginemos todas esas bondades diseminadas en un lugar tan susceptible del arrecio climático como es el techo de una vivienda, y de todas las bondades de aislamiento térmico, de protección contra la humedad o de la propia corrosión que la sola presencia de un manto verde mitigara: prorrateadas en una urbe, una región, o un país entero como un estilo de vida, todo lo que significaría en términos de ahorro económico y de sensibilidad social. Todo ello con apenas haber evitado que una agua residual aún sin contaminar, sea inadvertidamente perdida por el sumidero…
Continuará...

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