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Este es mi compromiso

Este es mi compromiso
Con tu voz nadie será silenciado

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Tillimapari

Tillimapari, o la gesta del agua

Nuevo ingreso: Septiembre 20 de 2014 

XXI


Llora la tarde en el Tillimapari, como todas las tardes de marzo, entre espumas blancas de abismo asomando ficticios sus picos de nieve mate;  entre faldas de silencio y espera, y aquel ladrido de viento que estremece los quebrantados parajes del reino perdido. Llora la soledad; llora callada la tertulia que hoy más entona sus altos; y aquel gélido reproche que penetra hasta los huesos del alma. Más no es marzo, ni es más negro el tapiz del escondrijo del zorro que hoy lagrimea adulado al calor de las lenguas del fuego.

En aquella vastedad de carbón blanco encendido, empero, que si alguna vez divisarárase la silueta del hombre asomar inflamados sus invisibles orillos, difícil es que pase desapercibido el centelleo aquel de ojos que, de cuando en cuando, el propio albo alcanza a reflejar de entre el infinito grisáceo de su desolación. Allá en lo profundo, al apuro de la torpeza de extravío y la prisa por retomar el próvido paso del errabundo. Insignificante en pompa y color; delatada por esa tristeza de mirada que ha logrado mimetizar también a la forma, en tanto la sombra era esculpida en el pétreo del roquedal; e igual que el centelleo, aquí y allá, cincelada su húmeda expresión cual ojo en el céfiro.

Más no es marzo, es el nuevo junio venido entre maderos tallados y estruendos de fierro reluciente que nublara la vista del hermano, y del hermano de éste. Es la ira del dios usurpador deflagrando en vasto quemadal que al final de los tiempos, ni mil montañas de fuego blanco, capaces fuesen de extinguir sus vehementes lenguas que, no teniendo más que devorar, devoranse entre sí, entre discursos de silencio y tragos de insidia y baldón.

Es un nuevo junio nomás, de crines, resoplos y herrajes rompiendo el silencio del polvo que entraña el viento; ensordecedor; implacable; que ni aquel ligero chasquido de agua rebelde que a ratos abre su cauce entre las duras cubiertas de roca y nieve; ni aquella columna de venial espuma que conduce su mirar hacia los tributarios recuerdos de su lejana niñez, abarrotada de ideales y de promesas incumplidas: capaz es de canjear la lectura de pensamientos que el relumbre de la fogata delata, en aquel repentino parpadeo de rígida mirada.

¡Que nos pasó!, parece alcanzarse a leer, o intuir, en el párrafo más estruendoso de sus abstracciones. Concluyente; deliberante; inclemente; que ni el portentoso sol capaz es de responder firmemente, opacado por el inexorable atardecer que enrojece la sombra, y aquel rebujo de densa neblina que todo se afana en ocultar; aun cuando el carbón encendido; aun cuando el soplido del viento ¡Que nos pasó!

Reposa el guerrero hastiado de tanta historia que niega toda revancha y toda reconsideración de lo eternizado, pero reposa vivo y con la sangre retomando su ritmo pausado de latidos tras la refriega, como pausado es ahora el ímpetu de su arrojo, aún cuando no sean hoy el número ni la superstición creída certidumbre, buenas compañeras para el ánimo, raídas desde la cepa por el desdén y la intriga. Reposan sus carnes y sus sonrojados huesos al abanico de calor a sus espaldas, y ni aquel coro de trompetadas vigilias silenciado por el cansancio, capaz es de canjear la trama de sus pensamientos, o el nuevo abrir de cauces que la mañana espera, una vez más, en aquel último renglón de historia que tienen los anales en mente, plasmar a contratapa.

Reposan sus ojos en la soledad de los estribos, de las riendas, el bozal y el bufido. Inexorable como el serpentear de la fábula que enfila y vira al afán de la moraleja, por vez primera, sus ojos  recorren en metraje íntegro el paso del día a la noche; lentamente, cual si en la eternidad que gobierna el latido quisiese expiar los pecados del mundo, comenzando por el de los propios dioses. Mundo suyo que la codicia agrietó, y el rencor y la necedad abatió antes que el azote; pero suyo en tanto su espíritu, contrito, ausculta cada centímetro de sombra que teje la lejanía y cada rezago de día soleado lanzado por algún retazo de cumbre desnudo que el viento escarnia ante sus ojos, en tanto, de tanto silencio que ni el remedo de tropa que duerme se atreve a romper, pernocta el estruendo como estela solariega en sus recuerdos.

¡Que nos pasó! , resuena furibunda la sentencia hasta casi envolver a sus cuerdas vocales en el acíbar de su consentida agonía, en tanto, algún vestigio soberano aleja a la mujer que acude al llamado de sus heridas, que ante la imperturbabilidad de la piel acusaba desde la entraña.

¡Que nos pasó!, dicen irascibles sus adentros, empero, ni el frío glacial que abofetea agreste su rostro, ni el cálido aliento que se obstina en silencio a sus espaldas ensayando infructuoso consuelo; atizando hilos en sus recuerdos entre finos estambres de doncella galeras y aromas rosáceos a manjar sagrado: capaz es de desatar el nudo que lo tiene engarzado desde el pecho y como las riendas a manos del invasor; destino y preeminencia; encaran su ruta hacia el embate final. Reposan sus carnes, si bien, curtidas por el aullido de viento que se empina y espina hasta el alma, y aquella estridencia del torrente en ciernes que inadvertida traza rumbo a la vertiente; acaso por primera vez vulnerable, solazado por aquel tintineo de agua clara acunado por la piedra dura domada: tantea y pondera el instante, y retomando las manos postreras rescátale tersura al acento justipreciando la fidelidad a la lealtad. Nada más que decir, el amor aunque se va, nunca parte: y sien al hombro, déjase llevar el guerrero por las rutas solaneras de la campiña impúber.

 Cuan impensado es, descubren sus inermes adentros. Cuanto un grado de tibieza u otro símil de adherencia pueden ser capaces de; uno y otro, o uno desde el otro; encausar en el lecho mayor aun a la salpicadura más impulsada del torrente que no por ser del cauce no era propensa de extravío, duda, o aun de desvanecimiento: quebrada ya la distancia sin haber siquiera instigado al habla al sigilo, confeso fiel de pecados ajenos. Apenas desde la cercanía y la mirada presumida; el canto mutuo del gorrión lejano, o el del tintineo del goteo del río. “Puedes creerlo…” parecen decir sus mirares que se cruzan tras breve resplandor que atañen a sus ojos, “…que entre tanto recuerdo ingrato que no más sirviera de molde para ningún sueño crío, ya en el acantilado de nuestros años sin destino, se hicieran realidad algún sueño niño, y entre tanto grisáceo del destino que el Dios de dioses nos empedrara con angulosada impiedad, tuviéranos todavía reservado este abrir de sus cortinas doradas fundirse con el nacer plata del río” se dicen en silencio ambos viajeros del tiempo, dejándose llevar de cascada en cascada hasta quedar suspendida la estela como el alga entre la espuma que desdeña el roquedal.

“No hay cortina que no trasluzca el fulgor de la perspicuidad, ni tristeza que no destense los cinchos de la imaginación, marcadas ya las fronteras del recuerdo”, rememoran los encandilados poros del amante, lo dicho por el viejo sabio, allá en el aula solitaria de su morada, tratando de estimular su ingenio. “Lomadas, honduras, emanación e infinitud, son, según el ángulo en el que se acomode el que mira, antes que alegría o dolor, bálsamo”, recuerdan y se reembeben aquellos ojos pétreos; aquella mirada concernida que ya desde el temprano uso de razón y muy de mañana conociera el desencanto, apenas habiendo comenzado a urdir los primeros pespuntes que habrían de sanar las llagas profundas de su pueblo. Debilitados hasta no más resistirse y dejarse resbalar entre los vaivenes dulcificados del aguajal par que tienen ante sí; meciendo a su propia luna en alocado subibaja que se trae y retrae a su antojo en el negror penetrante de sus profundidades: juntos, luna y charco; piedra y marea; hombro y sien; se embarcan en zambullida abismal que no logra parar sino en el más anejo de los parajes que providencia alguna pariera en juntos... Continuará

por: Rodrigo Rodrigo



Nuevo ingreso: Octubre 03 de 2014


Río arriba


Reposa el guerrero, si bien, vertiginosos sus recuerdos peregrinan cada centímetro de paisaje que su mente puede vaciar de su alforja sin ser capaz de atreverse a dejar de sorprenderlo. El río, primero; su prometida consorte después, así se lo juraría el día del avisto; del viento enarbolando sus largos cabellos cual señas divinas de cetro profundo de pecho; luego ambos, y esa extraña obsesión primigenia por llegar a conocer juntos la naciente del río, allá en lo alto donde moran los dioses del día y de la noche. Sus primeros tanteos, unos mas apurados que otros, por remontar  río arriba y aquel volver urgido al rayar la tarde, arriados por el recóndito y el entresijo; recuerdos que se agolpan todos a la vez y pugnan por mostrarse; todos sin embargo guardando fila después como no queriendo que, como en aquellos tiempos, no acabe la aventura pronto.

El padre ausente, siempre ausente; la madre apenas intuyendo en las noches de los días enteros de evasión del hijo, el largo peregrinaje de su destino que no se atreve a contradecir con inquisiciones y respuestas que no alcanzara a entender, aunque, una vez llegada la quenada del sereno, y con ella, la silueta del crío atizando entre humos y destellos de fogata las soledades mil tras la ventana, todos juntos en abrazo de trenza llenando los vacíos de su atribulada alma, le bastasen en sumo. “Ah tonada andariega, tenía el viento que hallarte posada en el vacío de mi pecho, justo ahora, en que mis trances parpadean y mi piel expuesta en jirones palpita desde adentro; sin reparar que allá en los márgenes más descobijados de mis ojos, mi alma en dilemada pugna, lucha por que no desborde su esencia en cascadas. Tanto que mil cuartos de oro el hierro del invasor diera por que hallase el paso a tales instancias y ni a la carne, ni al pensamiento tiempo le alcanzase para advertir algún atisbo de desaliento en el torrente que alista tumbos de lado a lado”. 

De que valen las barricadas si el ángulo del día y el talud de la querencia llamaron ya al espectro coloreado y este revolotea cual mariposa zigzaguera tratando de dar caza a las gotas más dispersas del alud vaporoso: De que sirven las inhibiciones si la mano que colinda, de tanto estrechar, hierve en burbujas cristalinas y desodora el instante en cálido aliento de praderas en primavera. Como almas gemelas atreviéndose a retomar los pasos cual si uno fuese el llamado, o ninguna la lista que contenga aún sus privilegiados nombres: hombre y mujer; soberano y reina, por mérito más que por derecho; amantes por reincidencia; tomados desde la sien por el alado, una vez más se dejan arrastrar bamboleantes por la cañada más asoleada de sus recuerdos, entre resuellos postreros que el eco aledaña y aquel hilo intencional de melodía riente que el ejecutor orna con improvisados recodos poniendo en apuros al propio tarareo que en algún profundo rincón, apenas dormitaba. “Las aguas…”, le dicen en todavía invisibles e inesculpidas formas, la canción, “…de cristalinos pliegues dejaban ver tu nombre escrito entre las piedras, y asiendo mis pies por los tobillos quitaron el habla de mi boca y el juego a mis ojos”.

Oh dilema, tener al centro de los más recónditos pensamientos ante si, tal cual los trazos de las noches en vela; tal cual los colores más intensos embrochados en sus pupilas; y ser traicionados por las rimas que cual sus ingentes cabellos daban vida a la imagen. Oh dilema del destino y del orgullo herido que amenazan deshilar los retazos de estandarte que encumbran el portal de la ciudadela, antes de haber sido desplegado y expuesto al fragor del viento. La sonrisa, empero, cuan oportuna la sonrisa, y el verde y el claro que lo incita, cuando el aire calmo inunda el paraje y el hado retoma travesía, los grilletes se abren y la palabra recobra su acervo devolviendo respiro al viento y al sol, y a la sombra movimiento en tanto el río, más cristalino que siempre, transcurre y discurre aferrado a su lomo lo escrito.

Yo, soberano que el azar sacó de sus páginas rezagadas aún por anudar. Tú, princesa de pueblo subyugado de nuestros juegos más candorosos. A quien le importaba entonces los odios y los rencores cuyo color favorito es la palidez y su tiempo, el postrero. Solo caminar, chapotear asoleados, retando al tiempo  en lapso, sensación y límite; y cual bordear del abismo inexpugnable del día junto a los chiuchis recolectados como fiambres en color, de planta en planta, ser arreados por el último respiro rojo de la noche en preámbulo al más no poder retar al fulgente. Todos, todo y ninguno, ninguno, era el lema y lo es ahora. Tanto que las flamas que avivan los sentimientos del que dejara las raíces en pleno invierno, y llenara de tallos la alforja de tanta poda: eran cada vez menos solitarias, y las sombras danzando en las paredes, menos lúgubres; de tanta ausencia de rojos; de tantos amarillos y pardos al arribo del maceto prestado.

Primavera tras primavera, arrancadas cual hojas del libro prohibido que alargaron su semblante; aun cuando el saltar de las fogatas en las eras persistidas del tiempo; aun en el parpadear de las estrellas en el umbral del sueño que atiza el recuerdo fresco: aquellos nuevos ojos que instalaban sus aposentos en plata, en algún lugar inexplorado de su pecho, y una obsesión cada vez más ataviada de personajes que en los propios cuentos del viejo; entre juegos e inadvertidos signos de presagio que solían perder sus sonrisas en el ámbar del atardecer: serían el indicio que inicia la gesta que pronto germina. Como la buena papa y sus brotes beligerantes que en silencio trasgreden  las formas y fuerzan al tiempo en tanto anuncian un nuevo comienzo; como la propia historia que como la arcilla, late su textura, su color y su aroma a manantiales cristalinos a la espera de una mano que moldee su forma, en tanto la mirada describe el escenario, y, estremecimiento tras estremecimiento; cetro tras cetro; coordenada tras coordenada; a la distancia, el trazo revierte en fisonomía.

Y como decirle no al destino, cuando escrito en letras de oro candente  es el propio destino que en un alto en el camino, obliga a los ojos a desviar la mirada. En tonos rojos y púrpura, al no haber suficientes del negro con que opacar el trazo esquinado del río; entre el sonido a campanillas que deslizan sus melodías tras las gruesas piernas del carrizo cuyos pináculos solitarios en racimo delatan a otro sempiterno viajero que viene de bajada. Entre las dudas de los que van y de los que vienen. Entre remolinos delatores de los que se encuentran y dan rienda suelta a sus jolgorios y rondas, y brindis que corona la espuma que se tiñe de color tarde antes del proseguir del camino.

“Aquel fue el inicio de nuestra historia, ¿recuerdas?”, le dice el hombre asiendo fuertemente contra su pecho a su consorte, y a aquel último suspiro de dinastía que el sol entre lágrimas de lluvia fina de verano parece destinado a concluir.

“Entre las dudas del sol que su declive engrandece, con sus enormes sombras tragándose vorazmente las faldas de los cerros. Las del río, su remolino y su abrupto trocar de orillas por paredes negándonos toda posibilidad de discurrencia, aun a la propia duda. Y las nuestras, aquellos rezagos de remordimiento por el nido que llama junto con al atardecer, tomados en abrazo de trenza; una vez más; con sus historias de siempre que tras el manto de la noche, expande más sus tentáculos y alarga los colmillos”.

“Más, éramos bandada, esta vez. Tamizada bandada que antes que relevar el vértice en el firmamento, devela el sentido del racimo escrito como un juramento en el pensamiento y si cerrara los ojos ante cada nube espesa que se atravesara en el camino, fuera solo para no advertir al oído de la proximidad del trueno”.

por: Rodrigo Rodrigo



Nuevo ingreso: Diciembre 14 de 2014

Aquel valle perdido


Bendita la perplejidad del día y la raigambre que en el último aliento de su apurada retirada, logró alinear la mirada del pétreo al espejo, y este al portal; pero más bendito el designio, que en un crispar de tardes, dejó expuesto al par de arañas laboriosas que hacen de celadores; a sus cúmulos de delgadas cañas que oponen la muralla a sus señoríos; y a aquella hilera de panojas que usurpando sitial, oportuno sitial entre sus cuentos de plata que ni la noche opaca, flamean con fuerza cual alas de perdiz embaucadora.

Sagrado lienzo del día y de la noche; del sol y la luna: ojos par, que siendo uno recorre siempre de a dos, y expande su rumbo a la par del horizonte; así sea uno el vértice de la mirada; así sean dos, doce o cuarenta y tres mil los pares que se suman a auscultar la brecha que a dos ya subyugaba. Bendita su incertidumbre; bendita su vacilación y dilema fecundos que cual espoletas de luz a la distancia, anticiparon la mirada a la hebra que cosquilleaba la oreja; al escalofrío que hacía lo propio con las entrañas. Corolario: el capítulo siguiente. De un todo aquel que afinó la mirada justo cuando la sinrazón alardeaba más y el desánimo daba inicio a sus arengas de enflaquecimiento y mesura.

¡No hay incursión pacífica! dice el proverbio de la supervivencia; ¡No hay intrusión acogedora!, lo dice el de la supervivencia: así se trate del edén soñado; así sea la tibieza temporal del refugio añorado la que evoque la pausa al peregrino.  Pero como decirles a los huidos: “calma, es solo un juego”, en un nada sosegado tono primaveral, sin que el leve rubor de satisfacción que asoma sea desautorizado por el orgullo. Como decirles: “Esperen venimos en son de paz” a los llevados de tumbo en tumbo por aquellas rutas fastuosas, si el propio gras estacional no es capaz de adormecerlos desde las plantas de los pies; de apaciguar su sobresalto, su ira y la amenaza que los incita a correr, enfilados como van por aquellas cristalinas aguas: rumbos nacarados que tras las nacientes lomadas se pierden y vuelven a perderse en el blanco precoz de la noche.

Como huir por sendas destinadas al enardecimiento de la fascinación; al éxtasis del cuerpo, a la repleción del alma; sin que algún ápice de remordimiento aflore como dardos de hielo asestados por los tres costados. Como sobrecogerse tan prematuramente, si aun el manto plata extendido y la llama encendida, invitan al compartir desde las cuatro cabeceras más privilegiadas de la mesa. Mitad juego, mitad instinto, la toma del tambo, fortaleza de bisoños guerreros, más que a piel y a falange, su retirada supo a penumbra y desconcierto para el huido; y más que una victoria para los recién llegados fue un último exhalo para sus anónimas tribulaciones que algún atisbo de cordura, apacigua entre las papilas.

Certero albur que logró unir las piezas del conjuro, y como una conjunción de planetas juntaron sus haces con el azar de un día cualquiera. Rayo revelador que en el transcurrir irrefrenable de cada trecho del río, tal y cual el hilo de historia que pareciese nunca tener fin, tintina estruendos, destella desasosiegos, mas nunca empoza su lento fluir; aun cuando la infranqueable imposición de paredes que estancan el nato sentido de exploración de cada nuevo inicio; aun cuando cada último escalofrío que la nueva intemperie desnuda tras los retazos de tibieza del nido que la noche escarcha. Oportuno el azar que urde la fábula, y debe entrelazar los finales atando sus amarguras al hilo de miel que apenas asoma; e inundar de frío, y calar con sus tejidos templados que se unen al desconcierto de vellos perneanos que ni el primer paso tras la frontera arría.

Majestuosa vertiente del valle aquel, que cegó y embriagó apenas perfilaba su ruta la mañana; apenas las ofrendas que esperan sobre la mesa desataran los conflictos entre el fervor, el ayuno y la expiación de los aprendices de victoriosos; y como si de las rutas del sol y de la luna se tratasen aquellas blancas culebras que tras las ventanas se apean de los lomos de los cerros: silencian y someten antes sus frentes. Lumacmarka: amarillo y blanco; fuego y hielo; oro y plata que fulguran y rebozan las alforjas en tanto el aroma persiste al espiral dejado atrás por los desbandados; y más allá de saciar un apetito nuevo escondido entre los vestigios de algún sabor rezagado entre sus recuerdos: sacian invencibles sensaciones a terruño, antes apenas imaginados.

Prisión, privilegio, custodia, acogimiento. Libertad, fuga, horizonte, final. Como conjugar las cuatro antónimas más intoleradas entre sí, del vocabulario errante, sin que corra el peligro alguna estación migrante por excelencia, de ser convertida y provoque ser llamada hogar, por muy expatriada que ella suene. Muy a pesar del escalofrío; muy a pesar de la proximidad del acantilado que fustiga el rostro del errabundo con ansiedad. Sin que las causas del destierro sean capaces de ampliar el éxodo más allá del decenio deparado por el destino para hacerla morada suya; antes que el bífido acento invasor toquen lo más esencial de su espíritu; antes que aquellas manos blancas, otrora lisonjeadas manos y aura, mostraran su verdadero color y tibieza, ya en lo más profundo del desgarro de entrañas de su pueblo; ya en su encarecidamente postrero desengaño: sin que ninguna caña disuasora, ni el teórico escrúpulo estandarte, sirvieran para mantener a buen recaudo tanto verdor y blancor ofrendados; mientras el grisáceo y el rojo dorado esparcidos nublaba los ojos avariciosos hasta la ceguera.

“Cuan estrechos parecen los acantilados, pero cuan largo se hace el puente entre dos picos de solaz estancia, cuando aun en el recuerdo diáfano, la nube gris acecha, engrandeciendo a mas no poder, las sombras de sus soleadas campiñas”, recita en silencio la nodriza del viento que sin más poder ocultar el resplandor que parece teñir de azul otros mundos atrapados en su puño, en tanto el suyo palidece, busca la palma hermana en cual guarecer su trémula mano. Su propósito: devolver la mirada del amado tras los linderos de su desolación.

“No hay inquietud que se estime cuando es el tiempo el que reta al contendiente, a no mirar de reojo el frente, aun cuando sinuosos sean los rumbos del itinerario celebrado”, insiste en su silogismo quebrantado. “Si bien la trascendencia no tiene un inicio, tiene menos un final”. “No hay un porque en medio, ni un para que de por medio, solo un rastro de intuición que seguir con perseverancia; con unas metas también ausentes, adonde el escalofrío; adonde el temor, juntos; no sean capaces de engendrar la pausa. Desdichada y menguada pausa, madre de todas las amenazas y los retrocesos. No hay peldaños, por tanto cuestas; menos pendientes o llanos de cuales darse lujos que no merecemos a las alturas caminadas”, dice, en tanto los ojos de su consorte ya refulgen del azul que tras el sorber de la última gota de hiel, emanan desde sus palmas extendidas.

Conquistado por vez enésima, sonríe el prematuro veterano de lides perdidas que mira de reojo a la mujer que, cual capa solariega a sus espaldas, sostiene ante sus ojos el bello talismán que pareciese salpicado a hurtadillas de su cascada retentiva. Y en ese cobrar vida propia de los finos tallados en plata que al relucir de la fogata expresan lo más sincero que pecho alguno podía exhalar, cercano ya al día de nupcias imaginado, se dejan envolver en los finos hilos de seda que teje el momento, y cual si el propio presagio se impusiese a si mismo diez largos peldaños antes que su vaticinio fuese trocado por algún golpe de tiempo que invirtiese la secuela de eventos escrita, todo aquello que ansiara un soberano: la reciprocidad de un pueblo; la fertilidad de su suelo, y una armonía aunque solo sea en arquetipo, era hecho realidad en el arcano de su comitiva errante, al solo contacto de sus ojos con el trance que le planteaba la vida.


por: Rodrigo Rodrigo

Continuará…  

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